En las últimas décadas, la narrativa dominante ha sostenido que estudiar en Estados Unidos representa una de las inversiones más sólidas en capital humano. Sin embargo, para miles de estudiantes latinoamericanos, ese “sueño educativo” se transforma rápidamente en una deuda crónica, con consecuencias económicas de largo plazo que ya alcanzan escala estructural.
Con una deuda estudiantil total que supera los 1,78 billones de dólares en EE.UU., el sistema de financiamiento educativo se ha convertido en una pieza central —y problemática— del modelo económico estadounidense. Y dentro de ese universo de deudores, los estudiantes internacionales, especialmente los latinoamericanos, son quienes enfrentan las condiciones más desventajosas: mayores intereses, menos protecciones y una carga financiera que puede extenderse durante décadas.
El costo de ser extranjero
Mientras los ciudadanos y residentes legales en EE.UU. acceden a préstamos federales con tasas promedio del 6,5% para pregrado y condiciones de pago basadas en ingresos, los estudiantes internacionales dependen en su mayoría de préstamos privados. Estas alternativas, poco reguladas, presentan tasas de interés que oscilan entre el 9% y el 15%, además de requerir co-deudores estadounidenses, historial crediticio y otras garantías que muchos solicitantes no pueden cumplir.
A diferencia de otros sistemas de financiamiento educativo en Europa o América Latina, donde existen subsidios estatales o condonaciones por desempeño, en EE.UU. el estudiante internacional queda expuesto al modelo más agresivo del sistema: intereses capitalizados, plazos extendidos y penalizaciones por impago. Así, una deuda inicial de $50.000 puede duplicarse en menos de 15 años, incluso con pagos constantes.
Deuda de por vida
La característica más preocupante del sistema es su duración efectiva. Según el Center for American Progress, los plazos medios de pago para migrantes con ingresos medios-bajos pueden superar los 25 años, debido a la estructura de amortización y a los altos intereses acumulativos.
A esto se suma la falta de acceso a políticas de alivio que sí benefician a ciudadanos estadounidenses. Programas como SAVE (Saving on a Valuable Education), o la reciente condonación parcial para trabajadores del sector público, excluyen en la práctica a estudiantes internacionales, sin importar su historial de pagos o situación económica.
Un freno al crecimiento económico
Este sobreendeudamiento no es solo una carga individual: representa también un lastre macroeconómico. Estudios del Federal Reserve Board indican que los hogares con deuda estudiantil significativa reducen su capacidad de consumo en hasta 20%, lo que repercute directamente en sectores como vivienda, automotriz y servicios.
A nivel individual, los efectos son aún más contundentes. De acuerdo con el Pew Research Center, el 68% de los jóvenes endeudados retrasan la compra de vivienda, mientras que el 43% pospone decisiones familiares clave, como tener hijos o migrar legalmente de forma definitiva.
Además, la deuda dificulta la movilidad geográfica y laboral: muchos graduados internacionales, con títulos costosos y visas temporales, no logran insertarse de manera estable en el mercado laboral estadounidense, y retornan a sus países con pasivos financieros que persisten sin importar su ubicación.
Una estructura que perpetúa desigualdad
Desde una óptica económica, el sistema actual opera de forma regresiva: penaliza más a quienes tienen menos capacidad de pago. Esta lógica es particularmente destructiva para estudiantes de América Latina, que suelen emigrar desde economías más volátiles, con monedas frágiles y sin redes familiares consolidadas en EE.UU.
Mientras el capital humano se forma a través de la educación, el capital financiero se drena mediante un sistema que favorece al acreedor, desincentiva la innovación y bloquea el retorno social de la inversión educativa.
¿Y la solución?
Aunque el Congreso estadounidense debate actualmente medidas para permitir la bancarrota educativa en casos extremos —algo hoy prohibido en casi todos los estados—, y se barajan propuestas de alivio específicas para migrantes, los avances son lentos y políticamente complejos.
Sin una reforma profunda, que incluya mecanismos de protección internacional, tasas diferenciadas y acceso a subsidios por desempeño, la educación en Estados Unidos seguirá operando como un mercado extractivo, más cercano al negocio de la deuda que a la formación de talento.
Para los estudiantes latinoamericanos, el mensaje económico es claro: estudiar en EE.UU. ya no es solamente una inversión; es, cada vez más, una apuesta arriesgada dentro de un sistema que los reconoce como clientes, pero no como ciudadanos del conocimiento. (Santiago S. León)
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